La palabra, de origen árabe, designa como ya sabemos una baldosa cerámica cubierta con un esmalte opaco. Si nos montamos en la máquina del tiempo, encontramos los primeros azulejos en Egipto y Mesopotamia a la altura del año 2620.
Aquellas culturas ya conocían la técnica para obtener esmalte, pero la tradición se perdió y, de hecho, en las antiguas Grecia y Roma se aplicaron en su lugar el estuco o los llamados frescos (pinturas sobre yeso húmedo). Así, el esmalte no sería redescubierto hasta el siglo IX por los persas. Su transmisión ya fue imparable y llegaría a Europa vía Constantinopla, alcanzando también España.
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Como en tantas otras artes y ciencias, fue la cultura árabe la que introdujo en Europa esta técnica. Su primer uso fue para conseguir ensamblajes geométricos de piezas cortadas de cerámica. Como no podía ser de otro modo, la Alhambra de Granada es el primer ejemplo que nos viene a la mente. El método de alicatado empleado hubo de ser simplificado con el paso del tiempo para ser sustituido por la técnica de cuerda seca.
Llegamos ahora hasta el siglo XVI, donde empiezan a florecer centros de fabricación en ciudades como Málaga, Toledo o Sevilla. El objetivo era imitar los alicatados de tradición musulmana a costes más bajos, además de introducir nuevos estilos como los decorados geométricos en relieve y los decorados pintados en azul.